Cuando niña mi madre me transmitió una admiración especial por los húngaros, hecho que parecía bastante atípico en mi entorno marplatense.
Pero créase o no, me casé con el hijo de un húngaro, para alegría de mi madre y, heme aquí, hoy paseando por Budapest.
Ya habíamos estado cuando el país estaba “Detrás de la cortina de hierro”; por suerte hoy luce totalmente diferente, sin ejército en las calles ni ese deterioro tan típico de los países comunistas. En aquella oportunidad me invadió la tristeza y hoy siento desazón, pero por razones bien distintas.
No es sólo Budapest; me rebelo al escuchar el enfoque que eligen los pueblos para contar su historia: Esto fue destruido por…, esto fue invadido en…, aquí mataron a…, murió en el exilio, pero al repatriar los restos pasaron por…
¡BASTA! de venganzas, de vengadores, de odios, de revanchas. ¿Qué hacemos con los niños en la historia? ¿Con su energía vital? ¿Con el amor con el que llegaron?
Por lo que cuentan parecen haber quedado todos bajo los escombros de odios ancestrales.
Durante siglos supimos ir renovando consignas que nos separan.
De nosotros depende comenzar a difundir aquellas que nos unan. Que los niños crezcan sin el peso de los odios viejos.
Ya que vivimos el Boom de la longevidad, usemos esas nuevas décadas por vivir, para quitar el óxido que de tanta negatividad herrumbró nuestro corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario